En el discurso de aceptación del Nobel de la Academia Sueca, en junio de 1920, Fritz Haber (1868-1934) obvió el papel del amoniaco en la guerra, centrándose en la importancia que tendría para la agricultura y alimentación. Tampoco tocó un tema aún mas espinoso: su papel en la aparición de la guerra química.
El 22 de abril de 1915, en los campos belgas de Flanders, tuvo lugar la segunda batalla de Ypres. Los soldados franceses, británicos y belgas, parapetados en sus trincheras, se vieron rodeados por una nube de 150 toneladas de gas de dióxido de cloro. Los que no murieron, huyeron espantados.
Haber, según su biógrafo, dijo en una ocasión que "si quieres ganar la guerra, entonces haz la guerra química con decisión". Tras la aparente frialdad del químico alemán se esconde su convicción (rescatada después por los defensores de la bomba atómica) de que los agentes químicos podrían acortar el conflicto y, por tanto, reducir el número de muertos.
El químico, de origen judío, se sentía un patriota. En una ocasión dijo que " un científico se debe a su país en tiempos de guerra y a toda la Humanidad en tiempos de paz". Por eso se implicó directamente en el diseño, creación y propagación de los gases tóxicos. Designado capitán de la Wehrmacht, se encargó personalmente de los ataques y la defensa química frente a los gases franceses.
Tras la guerra, Haber volvió a la dirección del Instituto de Física y Electroquímica de Berlín-Dahlem. Reconocido por todo el mundo, dedicó esos años a levantar la ciencia alemana y aliviar la carga económica del derrotado pueblo de su país. Desarrolló un sistema para que los mineros detectaran fugas de gases en la mina. Pero a lo que más tiempo dedicó, hasta 1926, fue a la búsqueda de oro en el mar. Con su conocimiento sobre la presión y los procesos catalíticos, creía firmemente que se podría conseguir el metal precioso del mar para pagar parte de las indemnizaciones de guerra que debía pagar el Gobierno alemán. Pero fracasó en su alocado sueño.
En una de las paradojas más dramáticas y crueles, un grupo de investigadores creó bajo su dirección el Zyklon B, un insecticida basado en el cianuro. El veneno sería usado años más tarde por los nazis en los campos de exterminio. Entre las víctimas estarían varios de sus familiares.
La fe ciega de Haber en la ciencia se percibe en el discurso que pronunció en la inauguración del Instituto Alemán-Japonés: "La ciencia determina la medida de la prosperidad del hombre; su cultivo es la semilla del bienestar de las generaciones futuras".
Con la subida al poder de Hitler, ni siquiera Haber, que tanto había dado por su país, estaba a salvo. El químico se vio obligado a dejar el instituto y abandonar Alemania en 1933. Fallecería en la ciudad suiza de Basilea de un ataque cardíaco un año más tarde y, como dice la biografía de la Fundación Nobel, el corazón roto por el rechazo de la Alemania a la que tanto sirvió.
El impacto ambiental Solo el 17% del amoniaco usado como fertilizante es consumido por los humanos a través de la comida. El resto acaba en la tierra o en el aire. Según un artículo de Nature Geoscience, las emisiones en ausencia de interferencia humana son de 0,5 kilos por hectárea y año. La agricultura moderna ha multiplicado por 20 esta cifra, lo que ha provocado la alteración del ciclo natural del nitrógeno aunque su impacto global aún no es muy conocido.
Hay dos problemas directamente relacionados con el amoniaco. Uno es el de la eutrofización de las aguas. Los nitratos acaban en mares y ríos, las algas y bacterias se dan un banquete con el exceso de nutrientes y eso acaba con el oxígeno que necesitan otras especies. Por otro lado, el nitrógeno reactivo está alterando el balance atmosférico, enriqueciendo el ozono de la troposfera y reduciendo el de la estratosfera. Eso sí, el amoniaco tiene el efecto positivo de la captura de CO2 en selvas y bosques debido a la mayor presencia de nitrógeno en el aire.