El factor m�s irritante que afecta al primer mundo es la inmigraci�n ilegal. Literalmente, decenas de millones de africanos, asi�ticos y latinoamericanos intentan desesperadamente alcanzar las costas de pa�ses como Espa�a, Italia, Francia, y, por supuesto, Estados Unidos. Pero los pobres tambi�n lloran. A veces la presi�n migratoria ocurre entre pa�ses del tercer mundo. Es la gradaci�n del horror. Los dominicanos, por ejemplo, deben pechar con la riada de haitianos que por millares cruzan la frontera ilegalmente desde la muerte del dictador Trujillo en 1961. No se sabe si hay uno o dos millones de ellos afincados en Santo Domingo o escondidos y secretamente explotados en los ca�averales. Los costarricenses tienen dentro de su territorio a m�s de medio mill�n de nicarag�enses. Si Daniel Ortega y los sandinistas vuelven a gobernar cruel y est�pidamente esa cifra aumentar� de manera sustancial en poco tiempo.
En cada pa�s donde abundan los inmigrantes el dilema es el mismo: por una parte, la sociedad suele detestarlos, pero, por la otra, desea que se asimilen y los critica cuando exhiben sus diferencias. Sospechar del que viste, habla, se alimenta, reza o gesticula de manera diferente parece que es una reacci�n cultural o gen�ticamente codificada presente en todas las sociedades. Nuestros primos, los simp�ticos chimpanc�s, destripan met�dicamente a los intrusos de su misma raza que se acercan al grupo. A veces el bicho humano exhibe una conducta parecida. En Alcorc�n, un barrio de la periferia de Madrid, mientras escribo estos papeles algunas bandas juveniles latinoamericanas y espa�olas se enfrentan a navajazos. No est�n muy lejos de los chimpanc�s.
Obviamente, lo ideal es que los extranjeros se integren y asimilen al pa�s al que han emigrado, pero el asunto se complica cuando la sociedad, lejos de favorecer ese fen�meno de transculturaci�n, le pone obst�culos. �C�mo? Muy sencillo: cuando a los inmigrantes adultos les veda la posibilidad de trabajar y a los ni�os la de estudiar. El centro laboral �incluidas las fuerzas armadas, por cierto� y la escuela son los dos lugares id�neos para que los extranjeros entren en contacto con la nueva patria a la que han emigrado. �C�mo extra�arse de que los inmigrantes ilegales constituyan guetos en los que perpet�an sus costumbres y vivan al margen de la ley si la sociedad les cierra los caminos que conducen a la integraci�n?
Hay un caso de exitosa asimilaci�n que merece ser estudiado con atenci�n: el de los cubanos en Estados Unidos. En cuatro d�cadas, los cubanos radicados en Estados Unidos se han integrado asombrosamente en la sociedad norteamericana. Es una minor�a que participa apasionadamente en la vida p�blica y cuenta con dos senadores y cuatro congresistas federales, un miembro del gabinete, una docena de embajadores �activos o inactivos� y un peso extraordinario en las instituciones del Estado de la Florida, cuyo parlamento preside un joven miembro de esa comunidad.
Pero a�n m�s impresionante es el grado de integraci�n y asimilaci�n en la sociedad civil y en el aparato productivo. Seg�n los datos del censo oficial, la segunda generaci�n de cubano-americanos posee un mayor nivel de educaci�n y de ingresos que la media norteamericana, mientras que el n�mero de empresas creadas o pose�das por este grupo es uno de los m�s altos entre todas las etnias estudiadas por los dem�grafos y soci�logos que se dedican a esta rama de la econometr�a.
�Por qu� ha sido tan notable la asimilaci�n de los cubanos? Probablemente, porque en 1966 el Congreso de los Estados Unidos, ante la presencia en territorio norteamericano de varias decenas de millares de cubanos ilegales que no pod�an ser devueltos a Cuba, dict� una sabia medida, la llamada ""ley de ajuste"", que les permiti� a los cubanos adquirir r�pidamente la residencia, trabajar, estudiar, crear empresas e integrarse en la sociedad norteamericana.
La experiencia y el sentido com�n indican que �sa es la forma m�s razonable de enfrentarse a este inmenso problema. El conflicto desaparece o se aten�a cuando los ilegales se legalizan, estudian, comienzan a pagar impuestos y benefician con su trabajo al conjunto de la sociedad en la que viven. Es cierto que esa f�rmula tal vez estimule la inmigraci�n, pero esa consecuencia es menos mala que la de mantener a millones de personas en la marginalidad. Si se quiere fomentar la asimilaci�n hay que construir puentes, no cavar fosos.
Publicado en El Cato