Pero la gruesa tapia que divid�a el suelo berlin�s no fue el �nico dique que el socialismo comunista erigi� para blindarse. En todos los pa�ses que dominar�a exist�an otros muros detr�s de los cuales reclu�a, torturaba y esclavizaba a centenares de miles de infortunados.
Sin la persecuci�n pol�tica y un aparato policial gigantesco, esos reg�menes no hubieran podido sobrevivir. Uno de los enclaves de la maquinaria represiva comunista que pueden ser visitados hoy bajo la gu�a experta de antiguas v�ctimas, se encuentra precisamente en la capital alemana. Es el Memorial Hohensch�nhausen, antes checa central de la Stasi, la polic�a secreta de Alemania del Este.
En el edificio de Hohensch�nhausen, que hab�a albergado un comedor social creado por los nazis, instalaron los sovi�ticos, tras la conquista de Berl�n en 1945, un centro de detenci�n de su polic�a pol�tica. Con la creaci�n de la Rep�blica Democr�tica Alemana en 1951, se le traspasaron a aquella el local y sus funciones. Ya inclu�a entonces un s�tano con celdas bunkerizadas, conocido como el U-Boot, es decir, el submarino. El centro estaba herm�ticamente aislado del exterior, fuertemente vigilado y provisto de garitas y c�maras. En los mapas elaborados en la RDA, el �rea que ocupaba esa prisi�n especial se presentaba como un solar vac�o. Oficialmente, no exist�a. Sobre estas y otras dependencias de similar corte que hab�a en la Alemania oriental, reinar�a entre el 57 y el 89 un mismo individuo: el ministro para la Seguridad del Estado, Erick Mielke, un hombre que se jactaba de ser chequista y disc�pulo de Beria. Y que, para desgracia de sus v�ctimas, lo demostrar�a.
Se calcula que por las celdas de Hohensch�nhausen pasaron, en treinta y ocho a�os, unas 20.000 personas. En total, la RDA encarcelar�a por motivos pol�ticos a 200.000 o 250.000 personas. Desde los a�os sesenta, los gobiernos de Alemania occidental comprar�an, por un monto de 2.500 millones de marcos, la libertad de unas 35.000 de ellas. La persecuci�n pol�tica fue as� tambi�n un negocio lucrativo para los comunistas. Pero no hasta el punto de compensar los enormes costes de un sistema de control y vigilancia de la poblaci�n que poco ten�a que envidiar al que hab�a imaginado Orwell en 1984. Como observa Hubertus Knabe, director del Memorial, en un libro del que es editor, Gefangen in Hohensch�nhausen, la sangr�a de fondos que deb�an dedicarse a mantener el aparato policial, influy� sin duda alguna en el colapso econ�mico de la RDA.
Unas cuantas cifras m�s dar�n una idea aproximada de la magnitud del Gran Hermano que vigilaba especialmente a los ossies, aunque no s�lo a ellos, ya que sus operaciones se extend�an m�s all� de las fronteras de la RDA. A la ca�da del Muro, la Stasi contaba con 91.000 funcionarios y unos 180.000 colaboradores, dato que conviene comparar con los 15.000 efectivos de que dispon�a en esa misma fecha la RFA en los servicios secretos. La Gestapo, por su lado, tuvo 7.000 miembros. Solamente en Berl�n oriental se controlaban 20.000 tel�fonos y en toda la RDA se inspeccionaban cada d�a unas 90.000 cartas.
En 1989, el Ministerio de Seguridad recibi� m�s de cuatro mil millones de marcos de las arcas del Estado; m�s de la mitad eran costes de personal, un personal que se hab�a ido duplicando cada diez a�os. Y que, despu�s de la reunificaci�n, pr�cticamente no tuvo que rendir cuentas ni pagar por sus actos. Es m�s, tal y como lamentan algunas de sus v�ctimas, los antiguos miembros de la Stasi han podido cobrar pensiones elevadas del Estado alem�n.
Armado con esa tupida red de escuchas, controles, esp�as y chivatos, el Estado comunista se dedicaba a la caza. En primer lugar, del oponente y del cr�tico, incluido el comunista cr�tico, y del 61 en adelante de todo el que intentara huir del "para�so" amurallado. Pero en aquella red pod�a caer cualquiera y en ello resid�a justamente la eficacia amedrentadora del sistema, en que para �l no hab�a inocentes. Algunas de las v�ctimas de la Stasi que narran sus experiencias en H�hensch�nhausen, recuerdan su estupor inicial tras la detenci�n. No ten�an ni idea de qu� delito pod�an haber cometido. Muchos descubrieron que sus delitos eran tan estrafalarios como m�ltiples y cambiantes.
Este fue el caso de Kurt M�ller, comunista desde 1930 y prisionero de varios campos de concentraci�n nazis, el cual, siendo vicepresidente del Partido Comunista en Alemania occidental y diputado del Bundestag, fue detenido por la Stasi �que no respet� nunca la inmunidad parlamentaria� en 1950. A M�ller se le acus� inicialmente de preparar atentados terroristas contra Stalin, pero lleg� la prohibici�n de mencionar el nombre del L�der Supremo y sus acusadores le informaron de que hab�a conspirado contra Molotov y Voroshilov. Se le imputaron contactos directos con Trotski y despu�s, con el hijo de �ste. Para redondear, se le acus� de ser esp�a de los brit�nicos y los americanos.
Todas esas fabricaciones se sustentaban en testimonios y documentos cuya prolijidad hac�a a�n m�s evidente que no eran aut�nticos. As�, una supuesta carta de un dirigente del SPD a Willy Brandt en la que contaba una reuni�n en la que M�ller hab�a aceptado trabajar para los ingleses indicaba la hora y el sitio en que hab�an recogido al comunista en coche, la cantidad de dinero ofertada, el hecho de que el firmante de la misiva hab�a vestido el uniforme ingl�s y la enorme alegr�a que sent�an todos por la traici�n del comunista.
Escalofriante tambi�n es el testimonio del periodista Kart Wilhelm Fricke, que fue secuestrado por la Stasi en Berlin Occidental en 1955 despu�s de que un contacto suyo le invitara a entrar en su casa y le diera a beber una copa de licor, ali�ado con unas gotas que le dejaron inconsciente. Fricke se limitaba a escribir de la persecuci�n pol�tica en la RDA. Para ese tipo de secuestros, nada infrecuentes, la Stasi dispon�a de veh�culos equipados con cajones secretos para introducir a la v�ctima. Wolfgang Kockrow, recluido en el llamado Lager X de Hohensch�nhausen, recuerda c�mo se camufl� uno de esos coches para que pareciera una ambulancia de la Cruz Roja matriculada en Berl�n Oeste.
Las torturas fueron una constante en las pr�cticas de la Stasi. Adem�s de los golpes o la gota malaya, se manten�a a los detenidos de pie durante horas, recluidos en celdas de agua o en otras estrech�simas, y a aquellos que perd�an el control, se los encerraba en celdas aisladas con goma. Siempre permanecieron sin contacto alguno entre ellos ni con el exterior, de ah� que algunos se sintieran enterrados en vida. Con el tiempo, fueron adquiriendo predominio las torturas psicol�gicas y la utilizaci�n de medicamentos dispensados por psiquiatras. Tambi�n se aseguraba a los detenidos que aunque salieran de all� y marcharan a Occidente estar�an vigilados y perseguidos, amenaza que se cumplir�a en muchos casos. La checa de Hohensch�nhausen guardaba adem�s otro horror oculto. A algunos presos se les radiaba con rayos X durante horas, sin protecci�n alguna y sin que lo supieran, mientras les manten�an en la sala donde se hac�an las fotos. Se achaca a ese "tratamiento" la muerte por c�ncer a edades tempranas de algunos de los que pasaron por ese centro.
Tras recorrer estos y otros testimonios, uno no puede sino suscribir las palabras con que concluye Hubertus Knabe el pr�logo al libro citado. Y es que, al contrario de lo que sucede en la pel�cula La vida de los otros, de Florian Henckel von Donnersmark, ninguno de los que estuvieron recluidos en Hohensch�nhausen top� con miembros de la Stasi que les prestaran alg�n tipo de ayuda. De modo que los aut�nticos h�roes de esta historia no son los improbables agentes de la Stasi que tuvieran conciencia y escr�pulos, como refleja el film, sino las v�ctimas de la dictadura.
Un dato para terminar: el Memorial recibi� el a�o pasado unos 170.000 visitantes, m�s de la mitad de los cuales eran escolares. En Alemania los profesores llevan a sus alumnos tanto a las c�rceles de la Gestapo como de la Stasi. All�, la "memoria hist�rica" no es hemipl�jica..
Publicado originalmente en Libertad Digital (Espa�a)