Aquel d�a el primer ej�rcito invasor que entraba en la ciudad naveg� orgulloso con sus banderas y mosquetones por el Gran Canal. Louis Baraguey d"Hilliers, un general de segunda al servicio de Napole�n Bonaparte, desembarc� con ceremonia en la Plaza de San Marcos, la piazetta, y el tel�n de la gran tragedia veneciana cay� en seco sobre el entablado.
No hubo resistencia. Ni pasiva ni activa ni individual ni vecinal ni aislada. Nada de nada. La rep�blica que hab�a sido envidia del mundo, para�so de las ciudades, la m�s temida del Mediterr�neo, se entreg� sin rechistar, sin un solo aspaviento, asumiendo su triste destino como si se tratase de un ignoto villorrio del V�neto tomado al asalto por los v�ndalos.
Las razones por las que la fastuosa Venecia, protegida por el mismo San Marcos �cuyos restos reposan en la Bas�lica�, se rindi� como lo hizo siguen desconcertando a los historiadores.
Dicen que de la Venecia legendaria, la que hab�a plantado cara a bizantinos y longobardos, a turcos y franceses, no quedaba nada. A finales del Settecento los gloriosos episodios de armas eran un lejano recuerdo de otros tiempos, de otros dogos, de bravos capitanes, amos de las escalas de Levante, el Adri�tico, el J�nico, el Egeo y Chipre. La ciudad se hab�a transformado en la capital del placer, de los carnavales y la galanter�a, del noble arte del buen vivir, que superpobl� de suntuosos palacios las riberas de sus canales, convirti�ndolos en ed�n de poetas, m�sicos y pintores, s�, pero tambi�n en guarida de rufianes, rameras, jugadores, duelistas y delincuentes de toda laya.
Era una ciudad que no se reproduc�a: de sus �ltimos 14 dogos, 11 permanecieron solteros voluntariamente. Una ciudad que, siendo la esposa del mar, hab�a desatendido su otrora poderosa flota hasta el extremo de que, cuando llegaron los franceses, apenas ten�a 20 barcos en mal estado y la mariner�a viv�a del proxenetismo. Una ciudad, en definitiva, que hab�a dejado de creer en s� misma y que, precisamente por eso, pasaba inadvertida en el concierto de las naciones. No sabemos por qu� cay�, pero podemos imagin�rnoslo.
Lo que no esperaban los risue�os venecianos es que los invasores, esos franceses bien conocidos en otras partes de Italia, iban a ser lo m�s parecido al caballo de Atila, el mismo que, un milenio atr�s, hab�a espoleado a los aperreados habitantes de la costa v�neta a establecerse en unos islotes en medio de una laguna pantanosa y malsana.
Napole�n convirti� a la �nica ciudad italiana jam�s invadida en un vulgar pueblucho. El objetivo era borrar del recuerdo a la Seren�sima. Proscribi� el Le�n de San Marcos, porque no le parec�a apropiado para los nuevos tiempos. Pero el Le�n era ubicuo, as� que los felinos indultados vieron c�mo en los libros que sujetaban entre las zarpas cambiaban el Pax tibi Marce evangelista meus (Que la paz sea contigo, Marcos, evangelista m�o) por este otro lema: Diritti e doveri dell"uomo e del cittadino (Derechos y deberes del hombre y del ciudadano), menos atado a la tradici�n pero m�s revolucionario.
Lo siguiente en ser guillotinado fue el famoso sposalizio que la ciudad, cada 25 de mayo, celebraba con el mar. Lo hac�a el dogo con mucha parafernalia, a bordo de su peque�a galera, el Bucentauro. Dej� de celebrarse por vez primera en 797 a�os.
Estos detalles eran s�lo el aperitivo. Para recordar a los disipados habitantes qui�n mandaba ah�, el invasor orden� levantar un m�stil en plena plaza de San Marcos, que coron� con un gorrito frigio de color escarlata y al que llamaron �rbol de la Libertad.
Las apelaciones a la libertad, que los franceses dec�an haber tra�do al rinc�n m�s libertino del orbe, se reprodujeron por toda la ciudad. En San Marcos se colocaron tribunas en las que se pod�a leer: "La libertad se preserva mediante la obediencia de la Ley", o "La libertad naciente queda protegida por la fuerza de las armas": se hac�a as� buena la ley no escrita en virtud de la cual el grado de libertad del que disfruta un pueblo es inversamente proporcional a la grandilocuencia con que se proclama.
Porque el hecho es que los venecianos, acostumbrados durante siglos a hacer de su capa un sayo, eran menos libres que nunca. Sabedor de que no era muy popular, el mando franc�s prohibi� las cr�ticas al consejo municipal. La distribuci�n de panfletos sediciosos se castigaba con la muerte, y cualquier tabernero �los venecianos pasaban mucho tiempo en los caf�s� que no diese parte de la m�s m�nima conversaci�n sospechosa podr�a ser condenado a cinco a�os de c�rcel. Hasta el grito popular "�Viva San Marcos!" qued� terminantemente prohibido.
En octubre del 97 un adversario interno de Napol�on, el general Lazare Hoche, se dirig�a raudo hacia Viena ganando una batalla tras otra. El corso, temiendo que el intruso le arrebatase la gloria, se apresur� a firmar una paz con el emperador en la villa de Ludovico Manin, el �ltimo dogo, que se encontraba junto a la localidad friulana de Campo Formio, de donde el tratado tom� el nombre. Se acord� la paz a cambio de que Austria dejase Italia a expensas de Napole�n y le entregase Venecia y sus posesiones en tierra firme.
Venecia, pues, se dispon�a a cambiar de manos en s�lo unos meses, pero en los planes del d�spota no entraba dejarla intacta. Oblig� a la municipalidad a "compensar" a Francia con tres millones de libras en efectivo y otros tres en especie, adem�s de con tres buques de guerra y una fragata armados y aprovisionados, que se transferir�an a la base de Tol�n. Las exigencias no quedaban ah�. Por �rdenes expresas del cuartel general, Venecia ten�a que obsequiar a los invasores con veinte de sus mejores cuadros y 500 manuscritos, escogidos por un comit� nombrado al efecto. Todo se empaquetar�a, y ser�a enviado a Par�s con la mayor premura posible.
Como les pareci� poco, asaltaron el Tesoro de San Marcos; pero antes, con idea de tasarlo y transportarlo, desmontaron todas las coronas, joyas y crucifijos que la ciudad hab�a ido acumulando durante siglos. En s�lo unos d�as se destruyeron para siempre muchos de los tesoros m�s valiosos de Europa. El oro y la plata fueron fundidos y enviados alingotados a Francia. Un destrozo a la medida del propio Atila.
Pocos d�as antes de la salida acordada con los austriacos las tropas francesas enloquecieron y fueron apoder�ndose de todo lo que a sus sargentos les parec�a que podr�a tener algo de valor. Se apropiaron de los almacenes de abastos y dejaron a la ciudad sin existencias, no ya s�lo de trigo o de ma�z, sino de cuerda, alquitr�n y c��amo.
Todos los bancos de Venecia quebraron en cadena. Los cuatro caballos de San Marcos fueron desmontados y enviados a las Tuller�as, las colecciones privadas fueron saqueadas; todo lo que val�a algo y pod�a transportarse en barco se empaquet� ante la at�nita mirada de los impotentes venecianos, incapaces de creer que algo as� estuviese sucediendo. Lo que la gabachada no pod�a llevarse por la fuerza fue pasto de la destrucci�n. Destrozaron a martillazos las escalinatas de fino m�rmol de muchos palacios, y hundieron los barcos del Arsenal que estaban a medio terminar... Ni el inofensivo y gr�cil Bucentauro se salv�: una brigada se li� a hachazos con �l hasta convertirlo en un amasijo de astillas policromadas.
Corr�a el 9 de enero de 1798 y la prodigiosa Venecia, patria de Foscari, Giorgione, Albinoni, Tiziano, Canaletto, Tintoretto, Canova y Vivaldi era ya un cad�ver insepulto y humeante. Diez d�as despu�s, por la ma�ana, los franceses abandonaron la ciudad. Los austriacos se demoraron unas horas en entrar. En ese peque�o interregno Venecia se sumi� en el mayor vac�o que ha conocido jam�s ciudad alguna, no muy diferente al de una mujer violada minutos despu�s de consumarse la canallada. Lorenzo da Ponte, el libretista de las tres mejores �peras de Mozart, lo vio con sus propios ojos cuando, ante la ciudad desierta, sinti� la "melancol�a, el silencio, la soledad y el desconsuelo" que la invad�an. Una tristeza profunda que a�n le dura hoy de la que, y esto es seguro, nunca se repondr�.
Publicado originalmente en Libertad Digital (Espa�a)