Las dos principales capitales europeas (con permiso de Berlín) quedaron unidas ayer por el tren de alta velocidad. El convoy partió a las 8.44 horas de la Gare du Nord de París y entró en la totalmente renovada estación londinense de Saint Pancras dos horas, tres minutos y 39 segundos más tarde. Era un viaje inaugural, simbólico si se quiere, pues hasta el 14 de noviembre no se abrirá al público la ruta, pero el acontecimiento es una nueva señal de la revolución a la que se enfrenta Europa en materia de transportes. Es el metro entre capitales, al que el próximo 21 de diciembre (eso prometió José Luis Rodríguez Zapatero) se sumará Barcelona con su una y otra vez aplazada conexión con Madrid.
El humor británico presidió la jornada. Inglaterra, cuna del tren, tiene uno de los peores servicios ferroviarios del mundo occidental. Privatizado por los conservadores, está pésimamente mantenido y es, pese a ello, lento y caro. El TGV francés será con creces lo mejor que le pasa a los pasajeros de tren británicos desde que George Stephenson diseñó en 1929 su locomotora Rocket.
Ayer, el Reino Unido ingresó en el selecto club de la alta velocidad. Es cierto que el Eurostar cubre la ruta París-Londres desde diciembre de 1994, pero hasta ahora, al entrar en territorio británico, el conductor estaba obligado a echar mano del freno. Vamos, algo indigno, de modo que el Reino Unido optó en esta ocasión por rendirse a las modas procedentes del continente y se tomó en serio la infraestructura, tanto que le ha levantado incluso una nueva estación en Londres. Olviden Waterloo es el eslogan con el que los ingleses, aún primeros en humor, informan a los franceses del cambio de estación.
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